El relevamiento minucioso del mundo material, en particular, el interés por la exploración de los confines desconocidos de la Tierra, fue propio de las ciencias naturales europeas del siglo XIX, una de cuyas actividades características era enviar expediciones cuidadosamente preparadas a estudiar lugares o fenómenos poco conocidos.
Hacia fines de ese siglo, el menos conocido de tales lugares era posiblemente la Antártida, por lo que sendos congresos internacionales de geografía realizados en Londres (1895) y Berlín (1899) recomendaron emprender expediciones a recoger información científica sobre ese continente inexplorado.
La primera de esa índole (1897-1999) fue dirigida por el marino belga Adrien de Gerlache, cuya nave llamada Belgica quedó atrapada por trece meses en los hielos del mar de Bellingshausen y resultó, así, el primer navío que pasó el invierno en la Antártida.
Con el comienzo del siglo XX, se organizaron otras cuatro expediciones del mismo tipo a esa región del mundo: una alemana (1901-1903) dirigida por Erich von Drygalski, una sueca (1901-1904) comandada por Otto Nordenskjöld, una británica en las mismas fechas bajo el capitán Robert Falcon Scott y una escocesa (1902-1904) conducida por William Speirs Bruce.
El geólogo Nordenskjöld, de 32 años, que enseñaba en la universidad de Uppsala, organizó un viaje al sector antártico cercano a Sudamérica, en el que terminó explorando el extremo de la hoy denominada Península Antártica, esa especial, su cara suroriental.
No se trató de una empresa de gobierno que buscaba sentar precedentes para futuros reclamos de soberanía territorial, sino de una iniciativa privada con el simple objetivo de exploración científica, que resultó en uno de los viajes más notables jamás emprendidos al continente austral.
Y como parte de ese ambicioso esfuerzo internacional de búsqueda de información, la Argentina instaló una estación magnética y meteorológica en un islote del grupo Año Nuevo que, por ello, adquirió el nombre de isla Observatorio, unos pocos kilómetros al norte de la isla de los Estados, en Tierra del Fuego. También Australia y Francia realizaron viajes de investigación a otras zonas antárticas.
Algo se conocía de la Península Antártica desde el temprano siglo XIX. En 1815, el irlandés Guillermo Brown, actuando como corsario al servicio del gobierno de Buenos Aires, fue desviado por una tormenta cuando procuraba doblar el cabo de Hornos y llegó, al parecer, a los 64° de latitud sur, donde estuvo próximo a tierra, según consignó en su cuaderno de bitácora.
William Smith, un navegante británico, llegó a las Shetland del Sur en 1819. En 1820 regresó con su compatriota James Bransfield, oficial de la marina real, para realizar algunos levantamientos cartográficos de dichas islas y de la península.
Por esos años empezaron a llegar a la zona barcos cazadores de focas; se recuerdan los nombres de sus principales capitanes, los británicos James Weddell, George Powell y Robert Fields, y los norteamericanos Nathaniel Palmer, Benjamin Pendleton, Robert Johnson y John Davis.
El 7 de febrero de 1821, el último realizó el primer desembarco en el continente antártico, pero la caza de focas declinó a partir de 1822. Jules Dumont d’Urville, francés, exploró zonas de la península en 1838, y en 1841-1843 lo hizo James Clark Ross, británico. Hacia 1830 prevalecía la idea de que más que una península se trataba de un grupo de islas, pero John Rymill corrigió el error con sus viajes de 1834-1837.
Los estadounidenses dieron a la península Antártica el nombre de Península Palmer; los británicos usaron la denominación de Tierra de Graham y Península Trinidad. La Argentina y Chile la llamaron, respectivamente, Tierra de San Martín y de O’Higgins.
Por acuerdo internacional de 1964 se adoptó el nombre Península Antártica. Su extremo norte, el punto del continente más alejado del polo, está a casi 1100km al sudeste del cabo de Hornos, se encuentra a 63°20’ de latitud sur, aproximadamente equivalente a la de Trondheim en Noruega, y a unos 400km del círculo polar.
Por Ascanio Mendoza
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